Definitivamente, el mundo y sus vueltas te impone sus ritmos. La vida y sus acontecimientos pasan y quisiéramos asirlos, para meter algunos de ellos en el bolsillo o en el sombrero y hacerlos desaparecer, como ese mago, Copperfield, que nos hizo perder de vista el Golden Gate en una noche estrellada. Pero no, no somos magos y la fuerza de la realidad nos arropa y nos ametralla el espíritu. Ahí están, diciéndonos que el espacio para el combate y para la utopía se estrecha. En Honduras, estableciendo la fuerza y el dolor. En Perú y en Chile, imponiéndose a sangre y fuego contra los indígenas que reclaman derechos ancestrales e inalienables. En Venezuela, actuando de manera vil y rastrera, aliándose con las fuerzas más oscuras y utiizando la falacia y la mentira como arma arrojadiza. Muy cerca, en Colombia, enfilando sus misiles hacia ese trozo de América libre, intentando pulverizar el sueño de una patria soberana, solidaria, adalid de la integración y de la inclusión. Ahí están. Son los oligarcas de siempre. Los que se han alimentado de la sangre y los huesos de los pueblos. Mientras Zelaya recorre América buscando apoyos y compromisos, los de siempre hacen su trabajo. Un trabajo vil, de zapa, una acción ladina, que parezca solidaria, que parezca comprometida, pero que no busca nada que no sea el que las cosas queden como están. Y sin darnos cuenta, hemos caído en su juego. Hemos aceptado su intervención sabiendo que no es más que una salida a ninguna parte. Hemos permitido que ese Señor Arias, que sólo unos meses antes había dicho en la OEA que los latinoamericanos éramos unos llorones que le echábamos la culpa de todo a los Estados Unidos, actuara como "mediador" en Honduras y le diera beligerancia al golpista presidente de facto.
Mientras tanto, los de siempre, se han colado en Colombia para amedrentarnos primero y atacarnos después. Ahí están. Allí seguirán. Vientos de guerra soplan en Latinoamérica, alertó el Presidente Chávez. Todos (o casi) están conscientes de la gravedad de la situación. Pero una vez más, la tibieza disfrazada de templanza actúa como catalizador de la realidad. Todos lo saben pero sólo los directamente afectados han sido capaces de hablar claro y contundentemente. Con datos. Con cifras y con hechos incontestables que desmontan el parapeto colombiano. Yo espero que el mensaje de solidaridad e integración de estos diez años haya calado de verdad en los dirigentes de los pueblos hermanos. Porque en los pueblos sí llegó para quedarse. Y a fin de cuentas, son los pueblos los que hablan. Pero también son ellos quiénes ponen los muertos.
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